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Javier Gómez: Viaje a la Francia encabronada

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Recuerdo al paquidermo Le Pen sentado ante mí con su chaqueta azul de botones dorados y un pañuelo burdeos asomado al bolsillo. De repente, con su voz de vikingo en un día sin caza, cambió del francés al español sin previo aviso: “Como Primo de Rivera en su famoso discurso: la lucha de España contra los convencionalismos sociales… contra los regionalismos… contra…. contra…”. Clavó sus ojos de azul bretón en un servidor, los dos solos en su despacho.

— ¿Cómo seguía?

— Lo siento, señor Le Pen. No tengo ni idea.

— ¿No lee usted a sus clásicos?

Ése era Jean Marie Le Pen, el antiguo paraca, el político que daba mítines con un parche en los 70, el sempiterno candidato del Frente Nacional. Ahora se presenta su hija. Mismas hechuras. Una voz a la Gainsbourg, bien trabajada con un paquete de tabaco al día. Ha perdido 20 kilos, se peina mejor y ya consigue que en Libération escriban que su éxito electoral no radica en su oposición a la UE o a la inmigración ilegal, sino en que es “esa tipa a la que te quieres follar contra la pared cuando se cierra la puerta del ascensor”. Ni Marine es adoradora de Mussolini como su padre ni Libération es el diario que fundó Sartre. Pero la anécdota explica que nada es lo que era en París.

Estaba con Marine Le Pen en un mercado del distrito XV en París, en 2007, cuando se le acercó un joven de rasgos árabes. “¿Eres francés?”. El chico asintió. “A ti no te pasará nada. Te daremos un trabajo”. Siempre me quedé con la curiosidad de cómo habría terminado la escena si el chaval hubiera dicho “no”.

Quien no haya vivido unas elecciones en Estados Unidos o en Francia, no sabe lo que es la política. En el resto de países se multiplican las propuestas, los programas, los folletos y los mítines… en Idaho y en Amiens, en Nebraska y en Bretaña, no se elige una lista de la compra política. Se decide al padre (o madre) de la nación, al hombre providencial de  dos países de ego infinito y que se sienten llamados, cada uno, a liderar el mundo a su manera. Estados Unidos ya no manda como antes. Y Francia ya no manda nada.  Pero eso no lo saben en Idaho y Amiens. Y ahí está el problema.

Francia es un país encabronado. Más que España, aunque tenga muchas menos razones. Precisamente porque la realidad no concuerda con las expectativas y la imagen que tienen de sí mismos.  Eso explica la subida de Jean Luc Melenchon, que ha federado a comunistas y el ala radical del socialismo en el Parti de Gauche (Partido de la Izquierda).

Hasta ahora, la derecha lepenista captaba casi todo ese encabronamiento del arco político. A la izquierda se lo repartían hasta tres partidos trostskistas (sin bromas, que en 2007 los tres sumaron más del 10% del total). Hace pocos años, Melenchon era un socialista cuya realidad (bocachancla del partido y francotirador en tertulias) tampoco casaba con la idea que tenía de sí mismo. Se desgajó a la Lafontaine por la izquierda del PS y ha dado con una fórmula que nunca falla en Francia: la demagogia proteccionista. ¿Que hay despidos? Prohibámoslos. ¿Que la gente tiene poco dinero? Subamos los sueldos por ley. ¿Que hay deslocalizaciones? Prohibámoslas. Su programa es un castillo de arena a la orilla del Cantábrico.  Pero da igual: en las elecciones presidenciales puede prometer lo que quiera: nunca saldrá elegido.

El problema es que el candidato socialista, François Hollande, tiene que quedarse con sus votos en la segunda vuelta. Con lo cual está obligado a lanzar también sus brindis al sol, su jacobinismo de prêt-à-porter, como la imposición del 75% a las rentas más altas. Ya puestos, ¿por qué no expropiar a los ricos? Francia es el país europeo en el que las encuestas demuestran una mayor desconfianza del capitalismo. Con diferencia. Y Hollande lo sabe.

Él no es muy de izquierdas. Siempre fue el Rajoy del Partido Socialista Francés, pero sin encargos gubernamentales. El hombre gris del consenso. Le apodaban el señor Blandiblú, porque era capaz de adoptar cualquier forma política. Lo importante, el resultado. Un pragmático que sabe que eso nunca le dará una elección. El rigor, tampoco. Lionel Jospin, candidato socialista en 2002, dijo aquello de “mi proyecto no es de izquierdas”. No pasó ni a la segunda vuelta.

Un jerarca socialista, Vincent Péillon, me relató cómo Jospin llegaba cada tarde apresurado al despacho, en aquella campaña, para saber qué portada daba el vespertino Le Monde. Péillon era el diputado de Amiens. Y me dijo: “Nunca conseguí explicarle que sólo cuatro funcionarios leen Le Monde. En mi región vende 200 copias. Y el correo de Picardie más de 50.000”. Estaba desconectado de Francia.

Nos quedan Bayrou y Sarkozy. El primero, candidato del centrista Modem, es mucho más interesante, aunque no lo crean. ¿Cómo un tartamudo puede terminar siendo profesor de Letras y uno de los mejores oradores de Francia? En ese misterio está la fuerza de convicción de Bayrou, un Quijote de Pau, lejos de las elites del resto de partidos, con un programa económico casi coherente, lo que en Francia es una hazaña, y obsesionado con reducir la deuda pública. Obviamente, no le hace caso nadie. Fue del centro derecha, luego ha intentado hacerse con el centro izquierda, y al final, tras tanto veraneo ideológico, sigue donde estaba, en medio de ninguna parte y con un partido unipersonal. Muy cómodo, no hay duda, pero poco práctico cuando se trata de alcanzar el poder.

Y queda Sarkozy. El pequeño Nicolás. Siendo presidente no sólo no ha aprendido nada, sino que ha acentuado todos sus defectos. Soberbio, casi tiránico entre sus colaboradores, impetuoso… Chirac fue un caradura, pero se fue convirtiendo en el abuelo de Francia. Sarkozy no cae bien a nadie. Su mujer, tampoco. Los franceses le eligieron sólo para reformar Francia y no ha reformado nada. Sarkozy fue la primera tentación liberal de Francia en decenios y sólo ha generado más proteccionismo. Ahora intenta agarrarse al “yo, o el desastre”, pero no parece que su catastrofismo electoral cale mucho, a tenor de las encuestas.

Cinco caras, cinco historias, cinco partidos, cinco opciones y cinco senderos para una Francia que, al igual que Europa, no levantará cabeza en mucho tiempo. Intuyo que hasta en Amiens empiezan ya a darse cuenta.

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